domingo, 7 de diciembre de 2014

Diciembre.


Esto pasó en la terraza de un centro comercial, con la noche de Guayaquil presente. Capuchinos en mano y frio. Honestidad.  Dos amigos que asisten al reencuentro.

—Dame 20 razones para volver a creer en el amor, en diciembre.
—…no sé por dónde empezar.
—Empieza por darme la primera.
—Te quiero desde la primera vez y hasta ahora (después de todo este tiempo) no he dejado de hacerlo. ¿Necesitas realmente las otras 19?
—…
—Eso pensé.

Entonces aquí van mis 19 razones para volver (yo) a creer en el amor, en Diciembre:

  1. When Saint go Machine y su Kelly. 
  2. El ejercicio teatral. Necesitamos —todos, mejorar nuestra vida y el teatro es la clave.
  3. Llevar alegría a quienes más lo necesitan. A quienes son ejemplos de lucha y fuerza: los niños con cáncer.
  4. Los amigos. Y si vienen con sushi, mejor.
  5. Saltar descalzo en la habitación con la canción adecuada.
  6. El amigo secreto.
  7. Volver a leer. Recuperar un libro perdido. El olor de lo viejo y la textura de sus páginas.
  8. Los cumpleaños, las cenas, los desayunos, las fiestas y cualquier motivo valido (no importa cual) para comer y beber bien. Compartir una mesa. Eso.
  9. Pacari.
  10. El recuerdo de Canoa.
  11. Las palabras, el tener tino. El saber poner los puntos sobre las íes.
  12. Tu piel.
  13. La casita del parque donde te robé un beso.
  14. El roce de tu mano mientras caminas a mi lado.
  15. El silencio de la madrugada antes del ajetreo diario de diciembre.
  16. Los tuits tratados como poemas.
  17. La sensibilidad en las sabanas limpias con esas mañanas de domingo por la cual has luchado toda la semana.
  18. Sonreír mientras pienso en ti.
  19. Quererte hasta que duela.


jueves, 4 de diciembre de 2014

Zeus.



"¿Cuántos años vive un perro?"

Es la pregunta que nos hacíamos anoche en clases. Es la pregunta que te hacías anoche, amiga. Es la pregunta que tenemos que hacernos al menos —me temo, una vez en la vida.

Y es que nada es para siempre (lo sabes). Pero…

Siempre tendrás los benditos malos ratos que te hizo pasar. Siempre te quedará ese zapato mordido por aquel adorable infeliz, baboso sin remordimientos. Adorable. Los muebles lleno de pelos, sucios por sus patas pezuñentas. El (su) olor particular que llenaba toda la sala y que no se aguantaba,  pidiendo a gritos un baño. Baño que era todo un reto, una gozada. Pensarás en esos momentos y quizás rompas en llanto, quizás —después, una sonrisa, y quizás te des cuenta que fueron los mejores momentos que alguien te pudo dar sin pedir grandes ostentaciones a cambio, —esas que pedimos todos porque no sabemos vivir. Él, que solo te hacia feliz  por un abrazo, un plato lleno de comida y un lugar donde dormir. Atento siempre a tu llegada en el portal agitando lo que parecía ser una cola. Cada noche que llegabas de esa nefasta universidad (en la que cargas con todos tus malestares) ataviada, irresponsable de tus emociones; soltabas tus bolsos y todo —absolutamente todo, perdía volumen frente a él, que sentía  pasar una eternidad desde la mañana, donde fue la última vez que te vio. El te cargaba los malos días, las puteadas de los jefes, las clases que no entendías. 

Haberle dedicado una vida (10 años para nosotros, toda una aventura para ellos). Llamarlo “hijo mío”. Educarlo (¡porque era educado!), curarlo,  atenderlo.  Dormir con él.   

“Que le hablabas en el idioma que solo ustedes dos sabían entender. Los demás solo te veían gritándole como esperando que hable, y a él respondiendo con silencios, agachando la cabeza”.

Ese idioma no se cuenta, se vive.

Los demás dirán que solo fue una mascota, que es una pena su deceso. Pero no es cierto. Ellos no saben. Ellos no conocen ese lenguaje. Ellos no saben qué es un compañero de viaje.

Pero tú, que se te va el alma en cada viaje, sabes que eso no es verdad.

No es una mascota.  Es una parte de nuestra vida, la más tierna, la más honesta. La parte en donde amamos sin condiciones y con mucha paciencia. Que nos aguantamos todo, donde nos damos tiempo para ser feliz a otro ser vivo. Darle cariño.


 ¿Cuántos años vive un perro? Toda una vida si sabes a lo que me refiero.





lunes, 24 de noviembre de 2014




Todas las playas son iguales Ella (la que se equivoca).

Noviembre empezó con un viaje inesperado (que son los mejores, se los aseguro) junto a la necesidad de escaparse por última vez, de buscar razones para plantarle cara al semestre, a la locura que será Diciembre y a llenarnos de ese “algo” que no se encuentran en los grupos de whatsapp, las reuniones de trabajo y —peor aún, en los amores de paso (esos que suelen ser refugio pasajero en inviernos mentales). Era el momento perfecto para hacerlo todo mal y sin embargo salir ganando.

Y no era Noviembre sin las razones para soportarlo:

Las películas, cada fotograma como un pedazo de vida que no es la tuya pero que la sientes igual.

El runnig, el paso a paso, las lecciones valiosas (son muchas) que te dejan, esas que nadie podrá quitártelas. Las llevarás con cada aliento. 

Los amigos, son, en esencia aquellos que sacan lo mejor de ti. ¡Y mira que son fáciles de reconocer: son los que se quedan después de ver lo peor de ti!

No desperdicies tus palabras, tus letras con quien no llega a entenderlas. Deja de perder el tiempo, ellos (ellas) no lo valen.

Con la edad aprendes a dejar de hacer cosas que no te apetecen. No sigas el camino trazado, este conduce donde otros estuvieron. No tiene nada de malo cargar cicatrices, ser diferente.   

Podrás engañar a todos, menos a ti mismo. En el momento menos inesperado, en plena algarabía un colega gritara tu verdad. No engañes.

Y el amor. Eso no existe (excepto el que viene de una madre, de un padre por sus hijos), pero siempre podremos fingir que está en cada esquina. Si quieres. Vive el momento.

Escribir es la única cosa que reconozco —después de todo este tiempo, que le hace bien a tu psique. Complementa tu ansiedad, la direcciona y la transforma en algo enriquecedor, como ese oficio que se aprende y que dominas como arte. No dejes de escribir.

Pero Noviembre era volver a saber de ti.

Y no era Noviembre sin la semana más difícil de tu vida (te casabas un sábado, yo corría un domingo).
Y no era Noviembre si no te escribía para saber si eras feliz (tu sentabas cabeza, yo me cansaba de buscar amores).
Y no era Noviembre sin tus palabras, frías, taciturnas, asfixiadas en creencias paliativas y demás mierda incomprensible. Las mismas que en algún domingo se me perdieron y que no supe nunca recuperar. “Que me llevaba la pena de no saber pelear por ti, que no sabía lo que querías y que lo único que YO quería era a ti. A mi lado, como fuese, no pensaba en aquel entonces” (Tú lo hacías por ambos). Y después de todo este tiempo, aún no lo comprendo.

Y sin embargo, ahí estaba: buscando playas, buscando recordar (¿vivir?) el momento, la instantánea, con celular en mano y la estupidez en la cajuela. Recorriendo, sonriendo, preguntando, comiendo y bebiendo. Mirando con sinceridad a los amigos de viaje. Olvidándonos de todo, incluso de nuestras mentiras.

Puedo confesar que olvidé la nostalgia, que el mar me curó la herida. Que atrás quedaron todos esos desiertos, porque en esa provincia (Manabí), que fue mi patria, se quedó mi vieja vida bohemia. Y aunque Ella insista en que  “todas las playas son iguales”, quiero creer —y esto es un hecho, que se equivoca. Que siempre lo hace, que hasta ahora lo sigue haciendo. Porque sé, que, muy en el fondo, sabe que eso-no-es-verdad.


Y me quedo con la mejor razón para soporta mi Noviembre:

Es inevitable: cuando algo se acaba, algo comienza.

Y ahí comenzó todo. Algo nuevo.


sábado, 18 de octubre de 2014

Canela.


Canela

Y sucedió un fin de semana en que volví a la tradición: caminar descalzo, respirar profundo y dejar de pensar tanto. Caminé lento, lejos de esas cautelas que me perseguían en anteriores meses; desprovisto de urgencias y anhelando su mirada.
Volví a creer en las palabras, el roce, la piel erizada y  en las cosas que no se dicen, que nos cuesta ordenar en nuestras cabezas pero que nuestros sentidos saben descifrar; el guion improvisado, la tarde cargada de sueños y esas —malditas—  ganas de querer quemarlo todo. Volví a creer en esas noches de silencio en donde el único ruido es del amor —que nos hizo— fugitivo, aquel que no pide perdón (¿Cuántas veces pedimos perdón por amar fugaz? ¿Cuántas?)

Desperté al ruido de las suaves gotas de lluvia que salpicaban del tejado a la tierra, que se deslizaban sobre las hojas y llenaban el ambiente de un frío acogedor(ese que nos arrullaba y nos ponían juntitos cada vez más). Un domingo, con los pies buscando ese calor debajo de las sabanas blancas, buscando sentir los suyos.

Pero eso no era amor. Era otra cosa. Y estuvo bien.


Ahora me preguntas“¿Cómo vas de amores?”“¿Qué te cuentas?”.Y yo te respondo, con la sinceridad de un niño, mi querida M:
Dejé de contar. Que así es mejor.
El amor no funciona para mí. Y está bien. Es la primera vez que me tranquiliza ésta verdad.

Yo quiero momentos de escalofrío, recuerdos sobre fogatas de verano, café endulzado con panela y pisos de caña. Risas, conversaciones surrealistas, nerviosismo puro. Nostalgias al final de la tarde, listados de canciones moñas y tu perfume de canela. Cabañas donde se funde el amor sin pretextos, sin apuros ni tonterías y medias.
Quiero viajes a lugares desconocidos, libros viejos y ríos de emoción. Jugar hasta perder la consciencia, el sentido y —por qué no— el alma. Darlo todo como si no hubiese mañana —porque no lo hay—. Sentir que vivo, que de esta no paso.

Y no puedo recordar quien dijo aquello de “porque para quererte no necesito tenerte, te quiero libre; conmigo o sin mí. Te ofrezco mis brazos para estar juntos, o te doy mis alas para dejarte volar. Tú decides.”


Ella decide, que yo, quiero otra cosa. Yo la quiero aquí.

sábado, 27 de septiembre de 2014

Hoy estás aquí.


Has de saber que hoy estás en mi cabeza, en mi pecho y en las decepciones que siento que te alejan más de mí.
Eres la mejor compañía y que sé que no significo mucho para ti.

Esta mañana la tengo difícil por la vergüenza de no saber actuar.



¿Son tus cenizas la base de mi mejor triunfo? 



Eres la palidez de ese sentimiento ahogado en todas esas letras que me cuesta ordenar.


Las veces que no puedo dormir descubrí es porque estoy pensando en ti. 
Pero tus madrugadas tienen dueño y yo soy un cúmulo de errores; todo esto no son mas que palabras usted no vive de esto. 

En mis acciones no hay nada para ti.


domingo, 24 de agosto de 2014

Una época de limón y sal.

Esas canciones moñas que nos hacían la noche en La Garzota, La Primavera, Sauces y La Alborada, en una época en donde no estábamos tan pendientes de las redes sociales. La intensidad la dejábamos para la habitación y los –largos, fines de semana.

Ahí te daba follow en la cama, los like eran los besos y el TimeLine era nuestra propia historia. No nos gobernaban los memes, no estábamos pendientes de los selfies, de las poses para la foto en grupo y ese último estado de whatsapp para que todos supieran que teníamos una vida. No, no lo necesitábamos porque teníamos una. Y nadie, pero NADIE, estaba pendiente del puto celular.

Era una época en donde aun se hacían las cartas a mano, se quemaban CDs con temas seleccionados y se emborrachaba de alegría. La risa era sincera y el humo estaba permitido en lugares públicos y cerrados.

Una época en donde no necesitábamos moral; donde los años no te definían y las cuentas bancarias no te hacían mejor persona. Donde no nos importaba tu costosa educación, lo que te gastabas en tiendas de ropa; la arrogancia no estaba permitida y tus creencias católicas no entraban en la ecuación.
Ahí era donde tus errores nos importaban un carajo, porque sabíamos que estábamos al borde, al igual que todos, porque vimos la revolución presentarse con ganas de quedarse 7 años, y decidimos bailar una última canción.

Teníamos los bares (y las personas) sin pretensiones. Se llenaban los restaurantes a la salida del trabajo, bailábamos y pedíamos una ronda más. A los falsos y grises se los reconocían de lejos. Las conversaciones eran profundas y Montañita exclusiva.

Se cogía mejor. Se comía, bebía y fumaba mejor.

Eran tus ojos, tu sonrisa, esa actitud fingida de niña cuando pedias algo –una hora más, un beso más, y tu piel –mi trinchera de domingos por la tarde. Esas tardes en llama y esas noches frías, que pronosticaron, sin darme cuenta, esta mentira que es el 2014.


Era una época de limón y sal. Se te pedía que fueras tal y como estás y solo importaba tenerte cerca. Para eso de volver a empezar.