lunes, 24 de noviembre de 2014




Todas las playas son iguales Ella (la que se equivoca).

Noviembre empezó con un viaje inesperado (que son los mejores, se los aseguro) junto a la necesidad de escaparse por última vez, de buscar razones para plantarle cara al semestre, a la locura que será Diciembre y a llenarnos de ese “algo” que no se encuentran en los grupos de whatsapp, las reuniones de trabajo y —peor aún, en los amores de paso (esos que suelen ser refugio pasajero en inviernos mentales). Era el momento perfecto para hacerlo todo mal y sin embargo salir ganando.

Y no era Noviembre sin las razones para soportarlo:

Las películas, cada fotograma como un pedazo de vida que no es la tuya pero que la sientes igual.

El runnig, el paso a paso, las lecciones valiosas (son muchas) que te dejan, esas que nadie podrá quitártelas. Las llevarás con cada aliento. 

Los amigos, son, en esencia aquellos que sacan lo mejor de ti. ¡Y mira que son fáciles de reconocer: son los que se quedan después de ver lo peor de ti!

No desperdicies tus palabras, tus letras con quien no llega a entenderlas. Deja de perder el tiempo, ellos (ellas) no lo valen.

Con la edad aprendes a dejar de hacer cosas que no te apetecen. No sigas el camino trazado, este conduce donde otros estuvieron. No tiene nada de malo cargar cicatrices, ser diferente.   

Podrás engañar a todos, menos a ti mismo. En el momento menos inesperado, en plena algarabía un colega gritara tu verdad. No engañes.

Y el amor. Eso no existe (excepto el que viene de una madre, de un padre por sus hijos), pero siempre podremos fingir que está en cada esquina. Si quieres. Vive el momento.

Escribir es la única cosa que reconozco —después de todo este tiempo, que le hace bien a tu psique. Complementa tu ansiedad, la direcciona y la transforma en algo enriquecedor, como ese oficio que se aprende y que dominas como arte. No dejes de escribir.

Pero Noviembre era volver a saber de ti.

Y no era Noviembre sin la semana más difícil de tu vida (te casabas un sábado, yo corría un domingo).
Y no era Noviembre si no te escribía para saber si eras feliz (tu sentabas cabeza, yo me cansaba de buscar amores).
Y no era Noviembre sin tus palabras, frías, taciturnas, asfixiadas en creencias paliativas y demás mierda incomprensible. Las mismas que en algún domingo se me perdieron y que no supe nunca recuperar. “Que me llevaba la pena de no saber pelear por ti, que no sabía lo que querías y que lo único que YO quería era a ti. A mi lado, como fuese, no pensaba en aquel entonces” (Tú lo hacías por ambos). Y después de todo este tiempo, aún no lo comprendo.

Y sin embargo, ahí estaba: buscando playas, buscando recordar (¿vivir?) el momento, la instantánea, con celular en mano y la estupidez en la cajuela. Recorriendo, sonriendo, preguntando, comiendo y bebiendo. Mirando con sinceridad a los amigos de viaje. Olvidándonos de todo, incluso de nuestras mentiras.

Puedo confesar que olvidé la nostalgia, que el mar me curó la herida. Que atrás quedaron todos esos desiertos, porque en esa provincia (Manabí), que fue mi patria, se quedó mi vieja vida bohemia. Y aunque Ella insista en que  “todas las playas son iguales”, quiero creer —y esto es un hecho, que se equivoca. Que siempre lo hace, que hasta ahora lo sigue haciendo. Porque sé, que, muy en el fondo, sabe que eso-no-es-verdad.


Y me quedo con la mejor razón para soporta mi Noviembre:

Es inevitable: cuando algo se acaba, algo comienza.

Y ahí comenzó todo. Algo nuevo.